martes, 13 de agosto de 2013

Crecer.

Se acabó. 

He terminado de digerir este año. Ya he asumido (por fin) que se ha acabado. A veces me dan miedo los cambios por el enorme trabajo que me supone asumirlos. Lo curioso es que los cambios siempre llegan cuando por fin te has acostumbrado a cómo estaban las cosas. Y claro, eso es duro.

Hace un mes y medio no paraba de pensar que no quería pensar. Deseaba sólo dejar la mente en blanco, ser de piedra, no sentir nada. No quería que el curso acabara. No quería dejar atrás Cádiz, ni a mis amigos, mi familia adoptiva. No quería avanzar. No quería ir más allá. Quería quedarme en aquella playa, siendo mecida por las olas bajo el incandescente Sol de Junio. Quería seguir en aquel salón, rodeada de mierda. Quería seguir en mi habitación, con mi cama de matrimonio. Quería seguir en mi maravillosa terraza del piso de alquiler, a la que me podía asomar cada mañana, cada tarde y cada noche, y ver el mar. Y lo más importante: olerlo. Oler el mar. Para mí, ese es el olor de la libertad. No quería irme, ni avanzar, ni crecer, ni asumir las implicaciones de finalizar mi etapa universitaria...

Pero la vida, al fin y al cabo, no es lo que queremos, deseamos o esperamos. Ni tan siquiera es aquello por lo que luchamos. La vida tiene su propio plan. Y yo, cuando volví a casa, debía parar. Parar para respirar y asumir que se acabó. Que todo lo que había pasado no volvería a pasar. Que lo único que quedaría de aquello serían algunas personas y montones de recuerdos que arrancarían miles de sonrisas y alguna que otra lágrima. Debía superarlo y me daba tantísimo miedo que me cerré en banda durante las dos primeras semanas del verano en casa. No paraba de hacer cosas para ayudar a mi madre o mi abuela, no paraba de ordenar ropa, deshacer maletas, salir por ahí, hacer proyectos de cara al largo tiempo que me espera estando en mi pueblo.

Para ser sincera, tenía tal aceleración, estaba tan sumamente sobrepasada por las circunstancias, que no podía parar. No es que no quisiera. Es que no tenía elección: no podía parar. Y esperaba una caída a la realidad bastante más dramática y dura. Con muchas más lágrimas y riesgo incluso de hundirme. Pero no fue así. Lloré encogida en mi cama. Asentí en silencio ante la implacable realidad: habían sido hasta ahora los 5 mejores y peores años de mi vida, ahora parecían como un sueño y yo tenía que volver a empezar desde cero. Ya he dicho que llevo mal lo de los cambios. Este, en particular, me acojonaba hasta bloquearme. Y allí, echada en mi cama, a oscuras, fui llorando y soltando esa aceleración, esa sobredosis de emociones que me azotaba el alma desde hacía unos meses.

Si me preguntaran por los dos años de mayor locura de mi vida, tendría muy clara la respuesta: el primero y el último de la carrera. Aunque existen diferencias notables entre ambos. El primero fue caótico. Fue un remolino de nuevas experiencias, de nuevas personas y de sentimientos. El último, en cambio, ha sido un perfecto orden: momentos de estudio, momentos de fiesta, momentos con los amigos, momentos con la familia... Equilibrio. Eso que yo no encontraba desde hacia bastante tiempo.

Y a esto me refería cuando hablaba de los cambios: justo ahora que había encontrado el equilibrio perfecto, la independencia y la felicidad... ZAS! Vuelta a un pueblo de 7000 u 8000 habitantes para trabajar en algo que implica tener conocimientos de los que, sinceramente, carezco. Y vuelta a vivir con mi familia: mi madre (a menudo sobrepasada por las circunstancias y la actitud del resto de la familia), mi padre (con una depresión que se niega a reconocer), mi hermana mediana (inestable hasta decir basta), mi hermana pequeña (que empieza a seguir los pasos de la mediana) y mi abuela (una mujer de 80 años totalmente superada por las circunstancias y harta de vivir entre faltas de respeto y carencias importantes de amor, muy perdida). La verdad es que, después de vivir con dos compañeras independientes las unas de las otras, cada una con sus horarios, sus comidas, sus costumbres, sus amigos y sus cosas; volver a vivir en casa, con mi familia, con 10 ojos vigilando permanentemente si estoy haciendo lo que tengo que hacer, con los horarios establecidos y obligatorios, con esa obligación no escrita de ayudar en casa... Es duro. Y es difícil de aceptar. Es como si te encerraran en una jaula después de 5 años volando. ¿Todo esto para qué? Es una oportunidad de trabajo y no debo dejarla escapar. Soy consciente de eso. Pero insisto: ¿para qué? Esto no es lo que yo quiero. Esto no es lo que deseo para mí. No quiero quedarme aquí. No quiero trabajar en esto. No me hace feliz ni lo hará. Y eso es algo que tengo muy claro. Sin embargo, seguir dependiendo económicamente de mis padres no es la ilusión de mi vida. Y, aunque sea sólo por eso, voy a trabajar en esto que ha aparecido de la nada.



La verdad es que ya no deseo volver a Cádiz. No quiero. Lo pasado, pasado está y de nada sirve tratar de revivirlo. El tiempo pasa, pasamos de una fase a otra, nos guste o no. A todos nos gustaría quedarnos estancados en una etapa de nuestra vida y ser felices en ella para siempre. Pero eso no es realista. Y por eso ya no quiero ni volver a Cádiz ni tratar de volver a sentir lo que he sentido o hacer las locuras que he hecho.




Hoy, estoy triste porque tengo muchísimo miedo. Estoy siendo emprendedora en tiempos de crisis y en un trabajo que no me apasiona lo suficiente como para no tener miedo o darlo todo para sacarlo adelante. Me resulta triste no poder hacer nunca lo que quiero. Parece que la vida mueve sus propias fichas y juega conmigo mientras se ríe de mis lágrimas. Estoy triste porque empiezo a asumir que no tengo el control ni siquiera de mi propia vida. Estoy triste porque siento que ya no soy joven, sino adulta. Con responsabilidades, con deberes, con personas que necesitan que trabaje, con obligaciones que siento que me vienen bastante grandes... Y aún así, también me siento orgullosa de tener los cojones de dar la cara, pisar con seguridad el suelo y decir "Yo puedo con esto". Y lo hago. Y creo que todo esto que estoy haciendo, aunque me haga sentir tan sumamente fuera de control, es al fin y al cabo, CRECER

martes, 25 de junio de 2013

Despedida.

Quisiera detener el tiempo y crear un bucle en el que se repitan estos 5 años, sin que avance el tiempo.

Ojalá pudiera volver a sentir todo lo que he sentido estos años. Ojalá pudiera volver a experimentar el sabor del descubrimiento de la libertad, volver a equivocarme, volver a hacer aquellas locuras, volver a conocer a la misma gente, volver a hacer los mismos viajes, volver a descubrir mil cosas nuevas, volver a vivir al límite...

Jamás pensé que cinco años, sólo cinco años, darían para tanto. Siento que no soy aquella niña de 17 años que era cuando todo este viaje comenzó.

Mi vida ha cambiado por completo y mis circunstancias también.

No me ha salido ni uno solo de todos los planes que tracé cuando planificaba mi vida (sí, yo siempre tratando de tenerlo todo bajo control y planificado), pero me he dado cuenta de que estaba todo predestinado. Estaba todo escrito: la carrera, las personas, los compañeros, las risas, las lágrimas, el sexo, las fiestas, los agobios, las equivocaciones, las caídas y las remontadas, los amores, las locuras, las decisiones más duras de mi vida y los momentos más felices. Estaba todo escrito en estos 5 años.

Y hoy, que estoy especialmente sentimental, quiero dar las gracias a todas las personas que se han cruzado en mi camino para bien o para mal.

Y también quiero dar las gracias a "eso" (sea lo que sea) que mueve los hilos de la casualidad y el destino y que me hizo descubrir que no siempre el camino que se planifica es el camino que seguiremos.

Hace 5 años, yo tenía muy claro lo que quería hacer y hasta dónde quería llegar. Sabía dónde y cómo quería estar dentro de 20 años. Pero la vida me dio su primer revés y tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida, y fue esa decisión la que me trajo hasta aquí.

Durante 5 años he estado a punto de abandonar en muchas (muchísimas) ocasiones. Y una de las principales razones por las que no lo hice fue por las personas que tenía aquí y que, de alguna manera se convirtieron en mi familia poco a poco. Ese es otro motivo por el que dar las gracias: a esas personas que hacen que mi vida aquí tenga sentido y sea tan increíble. Gracias.

Gracias Cádiz, gracias amigos y compañeros, gracias a la vida por todo esto. Aquí termina una fase que creo que será una de las más importantes de mi vida, pero dará paso a otra. Y en el camino recorrido he aprendido más de lo que jamás imaginé.

Chicos/as, os quiero.

domingo, 2 de junio de 2013

Vivir no es tan fácil.

La vida nos la pintan mucho más fácil de lo que acaba siendo en realidad.

Nacerás, serás un niño/a, irás al colegio, después al instituto, si estudias irás a la Universidad, después buscarás trabajo, buscarás pareja, comprarás una casa para construir una nueva familia, crearás tu propia familia, seguirás trabajando hasta tu jubilación, mientras te esfuerzas por criar a tus hijos, que también nacerán, irán al cole, irán al instituto y puede que a la universidad también. Y así hasta que mueras, probablemente solo/a, o probablemente rodeado/a de hijos/as y/o nietos/as.

Si la vida fuera eso, sería relativamente mucho más fácil de lo que verdaderamente es. Porque todo el mundo tiende a hablarnos de lo que vamos a hacer en términos generales. Nuestros padres ya tienen un plan hecho para nosotros, hasta el punto de empezar a ahorrar desde muy jóvenes para pagar nuestros estudios 20 años después. Todos saben prácticamente desde el principio el camino que tomaremos. Y nos guían por él. Y nos lo van descifrando, cual visionarios. Pero ¿quién nos habla de lo demás? Es decir, ¿quién nos habla de lo que sentiremos o de las personas que conoceremos por el camino de nuestra vida? ¿Quién nos habla de cómo afrontar los cambios, las despedidas o las emociones que nos sorprenderán a lo largo de ese camino? Nadie lo hace. Nadie te prepara emocionalmente para lo que se te viene encima desde que empiezas a tener uso de razón. Nadie te cuenta que puede que tengas que despedirte algún día de algunas de las personas que más quieres o que son más especiales para ti. Nadie te prepara para las decepciones ni te cuenta lo duro que es salir de la Universidad y no tener trabajo. Nadie te dice que algún día puede que tengas que dejar de seguir a tu corazón y debas guiarte por la razón aunque de miedo y duela. Nadie.

Creo que, en cierto modo, es bueno porque así vivimos a tope el momento sin pensar en que en algún momento se acabará. Nos encargamos de disfrutar, de hacer locuras, de equivocarnos, de atarnos irremediablemente a ciertas personas que nos marcan para siempre, de establecer vínculos con lugares especiales en nuestras vidas, de tener sueños que no sabemos si llegaremos a realizar algún día. Y no tenemos en cuenta el tiempo realmente hasta que somos conscientes de que se acaba una nueva etapa o de que se acerca una nueva despedida. Vivimos realmente cada día como si fuera el último. No en el sentido de que hagamos locuras cada día, sino que vivimos ciegos, sin querer aceptar el carácter efímero que tiene todo en esta vida. Nos cuesta horrores asumir que no somos inmortales, que no tenemos verdaderamente poder sobre muchas de las cosas que pasan a nuestro alrededor y que no está en nuestras manos realizar nuestros sueños. Pero llegan momentos en los que la propia vida nos obliga a aceptar esos hechos. Y claro, acostumbrados a vivir ciegos y en nuestra propia fantasía, nos duele mucho que la vida nos recuerde que nada es para siempre, aunque lo parezca. Nada.

Por eso estoy en un momento extraño, de transición y de excesivo autoengaño. Me he propuesto no volver a pensar más en despedidas, trabajo, másters, compañeros, amigos, etapas y demás hasta que llegue el momento. Juro que llevo intentándolo semanas, pero mi subconsciente es un hijo de puta. Y se entretiene en hacerme soñar con todas esas cosas. Juega a controlarlo todo, a romper las reglas, a desafiar el destino y tomar las riendas de mi vida. Y me hace sentir que puedo. Y luego, cuando descubro que no, el golpe es más duro. Pero claro, mi subconsciente pasa de los efectos que tienen sus jueguecitos en mí. Y sigue mostrándome mientras sueño, imágenes de lo que podría ser y yo sé que jamás será. Y así con todo.

viernes, 12 de abril de 2013

Nuevas experiencias

Nunca sabes de quién te vas a enamorar, ni lo que vas a sentir por cada persona. Es una incógnita que sólo se desvela con la relación y con el tiempo. A veces no te lo puedes ni imaginar.

Últimamente me están sorprendiendo algunas cosas que siento por algunas personas. Me dan un poco de miedo (sí, ya sé que estos últimos meses sólo siento miedo), pero estoy dispuesta a experimentar, a ver qué pasa.

Ya he dicho que mi vida no deja de dar giros inesperados y que yo estoy en medio del huracán. Espero que la corriente no me arrastre hasta el abismo. Otra vez no.

Mis 5 años de carrera y la brújula que no paraba de girar.

Pues hacía mucho tiempo que no sentía nada, que no era capaz de llorar. Había encerrado mis sentimientos bajo llave en lo más hondo de mi alma. Pero existe una persona, una sola persona que es capaz de entenderme, hacerme ver lo que siento y hacer aflorar mis sentimientos. 

Han sido 5 años. Los 5 mejores y peores años de mi vida. Ha reído, he llorado, me he emborrachado, me he liberado, he conocido a miles de personas, he sufrido, he luchado, me he caído y me he levantado, he hecho locuras, he ido a fiestas que ni imaginaba, me he superado a mí misma, he abierto mi corazón, he conocido a mis mejores amigos... Y en tan sólo un mes, mi mundo se ha vuelto del revés. 

Siempre hago planes. SIEMPRE. Incluso rozo lo obsesivo. Y siempre se desmoronan ante mis ojos sin que yo pueda hacer nada más. Y eso es lo que ha pasado ahora. Yo tenía mi vida planificada. Antes de la carrera, yo iba a estudiar Medicina en cualquier parte, iba a conseguir ser una médica de hospital, conocida y respetada. Pero entonces mi vida dio su primer giro inesperado, sin avisar. No me llegó la nota y tuve que tomar otro camino. Escogí y me planté aquí en Cádiz, estudiando Ciencias del Mar y Ambientales. Una doble titulación, porque yo no podía conformarme con menos, yo siempre planteándome grandes retos. Y empecé la carrera. Salí de mi pueblo, de mi casa y empecé a vivir en una residencia con 33 personas más, entre las que no imaginaba que se encontrarían mis mejores amigos de ahora. Me desaté, me volví loca. Descubrí la libertad a los 18 años, me desmadré, lo dí todo y viví al máximo. 

El segundo año hubo otro giro. Nueva gente, nuevo "grupo" de amigos, nuevo ambiente y, por supuesto, más esfuerzo para luchar por lo que quería. El primero, realmente desde Bachillerato. Nuevas relaciones, un nuevo mundo, en definitiva. Y así pasó el segundo año. Estudios, amigos nuevos, esfuerzo y olvidé a algunas personas de las que conocí en la residencia, lo cual fue un error que yo no apreciaría hasta dos años más tarde. 

En tercero fue la caía en picado. Septiembre fue lo peor. Acabé una relación, discutí con mis amigos de segundo y me ví muy sola de repente. Pero estreché relaciones con otras dos personas. Estaba tan vulnerable que no pude evitar caer en las garras de un nuevo amor. Y con ello sólo me hundí más. Sufrimiento, incertidumbre, dudas, peleas, primeras veces, dolor, alegría... Demasiadas emociones. En casa las cosas no iban mejor y me hundí más. Y así empezó mi depresión. Dejé de ir a clase, dejé de valorarlo todo, incluso la vida. Mi vida. Me hundí en lo más profundo. Y así estuve durante un año entero, todo tercero. Hundida. Lo más duro de ese año terrorífico fue tomar la decisión más dura de mi vida. Había perdido un año entero de clases, había suspendido casi todo y tenía muchas asignaturas pendientes. Tuve que escoger si seguir luchando por sacar una carrera o seguir con las dos. Obviamente, con las dos no podía y tuve que dejar las Ambientales. Odio dejar las cosas a medias. Cuando empiezo algo, lo acabo. Por eso dolió tanto. Pero tuve que superar mi malestar y mi dolor, aunque seguía hundida. Y así pasó ese tercer año horrible. Hasta septiembre del año siguiente. Vuelta a Cádiz, la muerte de mi tía y los problemas de mi hermana. Mi familia totalmente seccionada, el dolor presente, una carrera abandonada, muchas asignaturas pendientes, poco dinero y yo igual de sola. 

El cuarto año empezó mal y fue poco a poco a peor. Granada, soledad, dolor, impotencia, una nueva relación kamikaze y al final cambio desesperado de piso y de aires. Tuve que huir de ese agujero, y lo hice. Al salir de la mierda que me ahogaba, empecé a darme cuenta del tiempo que había perdido, a valorar a los amigos que había dejado atrás en mi espiral autodestructiva y a volver a luchar. Fue como renacer. Aprendí a quererme, a valorarme y a salir de mis espirales de autodestrucción. Volví a luchar, a estudiar. Mis amigos (aquellos a los que había dejado de lado por irme con otra gente) estuvieron ahí, apoyándome, ayudándome, sin hacer preguntas. Me sentí menos sola. Me sentí feliz, querida y viva de nuevo. El verano después de haber salido de aquello fue algo depresivo. Volver a casa, el ambiente tenso, los horarios controlados, la falta de libertad y de independencia. Y, sobretodo, la falta de planes. Se me hizo eterno. 

Pero el último año de carrera se anunciaba interesante y excitante porque iba a seguir viviendo en Cádiz, donde el ambiente está lleno de energía, sonde la gente se mueve, donde estaban mis amigos y donde había aprendido a renacer. Así que empecé con ilusión. He sido muy feliz este año. He salido de fiesta, he recuperado a mis amigos, he estudiado y me he superado. Lo he hecho todo bien. Por eso, precisamente por eso, no puedo evitar preguntarme "¿Qué he hecho yo? ¿Qué demonios he hecho yo para merecer que la vida me juegue esta pasada?". 

Yo iba a estar aquí el año que viene para poder estudiar un Máster. Y justamente ahora, tiene que surgir una oferta de trabajo perfecto para mí, importante y sin necesidad de desplazamiento. ¿Por qué tengo que seguir tomando estas malditas decisiones? ¿Me quedo en Cádiz, estudiando un Máster y paso un año más aquí con mis amigos? ¿O me voy a mi pueblo deprimente, a trabajar en una empresa que no sé si podré sacar adelante con tan sólo 22 años pero que tiene mucho que ver con mis conocimientos de la carrera? Es una decisión muy bestial. Es cierto que lo del trabajo es una oportunidad única, pero tengo 22 años y quiero vivir. He aprendido a ser feliz aquí. No quiero irme, no quiero dejar atrás a mis mejores amigos. No quiero que ellos estén aquí y yo allí, en mi pueblo deprimente. 

Me he debido volver loca porque ni siquiera he querido pararme a pensar en que el año que viene me voy. Y hoy, hablando con una de las personas más importantes para mí y que ha estado a mi lado siempre, durante estos 5 años, he podido comprender lo que significa irme de aquí. No quiero irme, pero necesito el dinero y currículum. Por primera vez en varios meses he llorado, se me ha encogido el corazón y he sido consciente de lo acojonada que estoy con esto de irme y no volver. 

Así que, esta noche he llorado más de lo que lo imaginaba. No me siento más relajada, sino que mi cabeza no deja de dar vueltas y el corazón no deja de dolerme. Quiero a mis amigos. Me arrepiento de los dos años que perdí con mi maldita depresión y de no haber sabido valorar ni siquiera mi propia vida o a mis amigos. Es muy doloroso, más incluso de lo que imaginaba. Y no sé qué hacer. Mi brújula gira como la de Pocahontas y no sé qué camino tomar. Necesito una señal, algo que me ayude a saber que estoy haciendo las cosas bien. Pero no llega. 

Y aquí sigo, mirando la brújula y esperando. 

jueves, 11 de abril de 2013

Independencia.

La independencia no se entiende bien en la actualidad. De hecho creo que todo el mundo lucha incesantemente por depender de alguien, o por que alguien dependa de ellos... Eso me hace sentir un poco extraña e incluso mal algunas veces.

Yo siempre he sido una chica romántica, que se enamoraba prácticamente del aire. Quería (necesitaba) alguien que me amara, que me mandara mensajes románticos, que me llamase todas las noches antes de irse a dormir o que me cogiese de la mano por la calle. Estaba casi siempre en las nubes. No había un sólo día que no pensara en algún chico y lo encumbrara como al hombre de mis sueños. Cada noche, antes de dormir, imaginaba que había alguien a mi lado, abrazándome. De hecho, necesitaba pensar eso para poder dormir.

Ahora todo eso me parece un sarta enorme de tonterías. Mi personalidad ha dado un giro drástico, radical. He conocido muchos chicos, he besado muchos labios y he probado muchos sexos. Lo suficiente como para darme cuenta de que realmente la única persona que necesito que me quiera soy yo misma, y que hasta que yo no consiguiera eso, no lograría ser feliz. Y, tras dos años de depresión y una larga temporada de reflexión sobre las relaciones viéndolas desde fuera, he comprendido que estoy bien así, sola. Al menos por ahora.

Cuando me paro a pensarlo, descubro que realmente no estaba preparada para tener una relación. Había mucha falta de autoestima y demasiada dependencia de por medio. Creo que una relación debe ser algo entre dos personas que implica un grado de confianza y respeto enormes. Mientras reflexionaba durante este tiempo sin nadie como pareja, he llegado a la conclusión de que no me han sabido querer. Y no es un arrebato de prepotencia, no. Es simplemente una certeza a la que he llegado después de tomarme un tiempo prudencial para mí.

Yo quizás no sé lo que quiero, pero sí sé lo que no quiero. No quiero que nadie dependa de mí, no quiero que nadie me eche de menos cada día que no hablamos, no quiero que me digan que soy especial, no quiero que me traten como a una princesa, no quiero que me lleven a ver las estrellas, no quiero que me acompañen a casa, no quiero que me protejan, no quiero que me cuiden, no quiero que me hagan sentir indefensa o frágil... No quiero nada de eso. Prefiero una persona que me entienda con sólo una mirada, que me deje mi espacio sin resentirse ni rechistar. Prefiero tener a mi lado a alguien que no me controle, que confíe en mí, que me respete siempre y que no tenga tendencia a montarse historias por cada Tweet que escribo o cada cosa que hago. ¿Que me quiera? Sí, también. Pero que me quiera cuando tenga que quererme. Que sepa tratarme como una puta en la cama y como a una señor(it)a el resto del tiempo. Que no me juzgue por mi vida pasada. Que no me tenga miedo, sino sólo respeto. Devoción no, por favor. Me conformo con que me valore con todo, mis virtudes y mis (muchos) defectos.

Yo no quiero monotonía ni rutina, sino aventuras, viajes y experiencias nuevas. Yo no quiero que me encumbren, sino que me dejen ser independiente y el (o ella) también. Yo no quiero romanticismos vanos, sino sexo maravilloso. Yo no quiero más palabras, sino más acciones. Yo no quiero malas miradas, sino buenos gestos. Yo no quiero bailar bajo la lluvia, sino caminar en silencio bajo el Sol. Yo no quiero regalos, sino entendimiento. Yo no quiero puntos suspensivos, sino puntos y seguido. Yo no quiero aniversarios, sino momentos inolvidables con mis amigos (o los suyos, o los nuestros). Yo no quiero estancarme, sino fluir como el agua del mar. Yo no quiero dejar de vivir, sino aprender a vivir compartiendo mi vida con alguien.

Mi independencia actual me hace más fuerte. Soy prácticamente una Licenciada y, dentro de poco, una joven empresaria. No necesito nada más que fuerza para ser capaz de darlo todo en aquellas cosas que decida hacer, mi familia para apoyarme y mis amigos para regalarme momentos inolvidables. Nada más. Creo que esta independencia se debe a que aún no he conocido a nadie con quien me apetezca compartir mi vida. A veces pienso que soy demasiado difícil de llevar o de entender. Quizá tengo puesto el listón muy alto y pido mucho. Pero si pido mucho a los demás es porque también me pido mucho a mí misma. Necesito una balanza equilibrada, no otra descompensación como las de las relaciones anteriores. Quiero alguien fuerte, serio, inteligente, aventurero y comprometido. ¿Es tan difícil? Yo creo que no. Pero el mundo tiene otra opinión.

Por lo pronto, mi estado actual sólo me provoca muchas ganas de conocer esos "otros peces en el mar" y probar nuevos labios, nuevas sensaciones y nuevas experiencias. No necesito amor (excepto en momentos muy raros y poco habituales), sino sexo. Mucho sexo para liberar estrés. Me apetece acostarme con alguien (a poder ser que esté bueno y lo haga bien) y que después se quede tumbado a mi lado abrazándome pero sin esa necesidad de cariño o amor que implica hacer eso con una pareja. Quiero que se vaya a la mañana siguiente, después de preparar café, que me de un beso en la frente y otro en los labios, y que me diga "Hasta que nos volvamos a encontrar".

Aún así, soy incapaz de salir a la calle a buscar eso. Porque no creo que nadie lo entendiera, ni siquiera esa otra persona. Quiero una adicción con esa persona sin sentimientos de por medio. Quiero no tener que dar nada más allá de esos momentos de placer y lujuria. Y no quiero tampoco que me den nada más.

La vida da muchas vueltas. Puede que mañana quiera que me quieran (y no que me follen). Ya se verá. Porque, si hay algo que tengo muy claro es que no merece hacer planes. Es mucho más divertido, dinámico y aventurero improvisar. Y eso haré mientras disfruto de mi juventud y de mi independencia.

martes, 5 de marzo de 2013

Echar la vista atrás duele.


Creo que de vez en cuando es bueno mirar atrás. A veces bastan unos meses. Otras veces solo un año. Y en algunas ocasiones especiales, merece la pena retroceder 5 años atrás.

Hoy es una ocasión especial y, casi sin querer he retrocedido 5 años atrás. Hasta el primer año en el que entré a la universidad. He empezado por aquel verano de locura justo antes de embarcarme en esta aventura que ha sido para mí la universidad. He sonreído y me he avergonzado de lo inmadura y adolescente que era. He esbozado otra sonrisa en mis labios cuando he escuchado una canción que escuchaba cuando pensaba que estaba enamorada de la única persona que (hasta ahora) he conocido y he estado 100% segura de que era mi media naranja. He alucinado al contrastar cómo eran las cosas entonces con la realidad actual. Es increíble el cambio drástico que ha dado mi vida... Y han sido 5 años. Sólo 5 años.

Me da miedo lo que pueda venir ahora, cuando acabe la universidad. Odio los cambios y, sin embargo, la transición desde la vida pueblerina (y algo exasperante) a la vida universitaria apenas la noté. No considero que fuera algo duro. Fue como soltar las ataduras de la familia y de un pueblo pequeño que siempre está al acecho del próximo chisme. Fue descubrir un mundo nuevo, lleno de posibilidades. Pero es que yo en aquel entonces, no estaba a gusto en la vida monótona de mi pueblo. Mi alma pedía un cambio de aires a gritos desesperados. Y supongo que por eso lo llevé tan bien. Ahora la situación es muy distinta. Estoy a gusto aquí. No quiero que esto acabe. Me niego a decirle adiós a las personas que tengo a mi lado ahora mismo. Me da un miedo terrible no volverlas a ver.

Creo que no estoy en un buen momento psicológico o sentimental. Me siento insoportablemente insensible. Necesito llorar como sea. A veces me gustaría que me pegaran, que me dijeran algo realmente doloroso o que pasara algo realmente doloroso para poder sentir algo. Para poder llorar. Quiero llorar, pero no puedo. Y, sorprendentemente, esta noche lo he hecho. Estaba escuchando canciones de aquel momento (hace 5 años), cuando empecé la carrera, cuando pensaba tantas y tantas cosas que, poco a poco, se fueron derrumbando... Me ha parecido triste. Y por eso he derramado un par de lágrimas. Creo que no quiero crecer más. No puedo parar de llorar interiormente. Siento ahora mismo un pellizco en el pecho que me dificulta respirar. Es extraño. No esperaba que recordar a aquella chica de 18 años me fuera a hacer tantísimo daño... Y aquí estoy ahora, con 22 años por fuera pero 30 años por dentro. Queriendo llorar y sin poder hacerlo. Dura y fría como una roca en una noche de invierno. Rota por dentro, pero resistiendo contra el vendaval. Asustada como un animalillo bajo la tormenta, pero de cara afuera calmada y serena. Temblando por el miedo, pero sin detenerme en el camino. Creciendo, pero sin querer crecer.


¿Qué va a ser de mi vida? ¿Qué demonios voy a hacer? Soy una maldita obsesa del control. Y, si no tengo el control sobre mi vida, ¿qué me queda? Siento que estoy muy perdida y, como decía antes, muy asustada por no saber qué va a pasar. Me estresa, me agobia, me asusta. No quiero ir a peor. Tampoco sé si quiero ir a mejor. ¿Qué demonios quiero? No lo sé. No tengo ni la más remota idea. Aunque me empeñe en mentir a unos y a otros diciendo que yo sí que tengo muy claro lo que quiero hacer, en realidad no es cierto. Para nada. De hecho, es justo lo contrario.

Para terminar, debo decir que hacía mucho tiempo que no escribía así, de madrugada y con el corazón encogido sobre sí mismo. Supongo que tan bien no debo de estar cuando he llegado a este punto. En serio, daría lo que fuera por poder sentir algo. Cualquier cosa. Amor, dolor, ira... Cualquier cosa.

sábado, 2 de febrero de 2013

Tocando fondo. Ahora, a subir.


¿Sabéis esa sensación de necesidad que se siente a veces? Sí, esa agonía ansiosa que una persona experimenta cuando una noche se ve solo/a en la cama y se da cuenta de que necesita a alguien que le abrace. Es en ese momento, en ese preciso instante en el que te miras a ti mismo y te muerdes el labio inferior, cuando reconoces lo siguiente: "No quiero estar solo/a". Y al reconocerlo, como acabo de hacer yo misma, se te viene el mundo a los pies.

Hoy me han dicho algo que me ha herido. Un amigo, que está enamorado de mí, me ha dicho "Te echo de menos" y he sido incapaz de contestar. No es normal en mí, o al menos no lo era en la chica que solía ser. Pero hoy no me ha salido, simplemente. Así que he cambiado de tema para seguir hablando con él tratando de ignorar sus sentimientos, cosa que, obviamente, lo ha mosqueado muchísimo y (he aquí la cuestión) me ha dicho que parezco de piedra. Y me ha dolido muchísimo. Pero porque es verdad. Y eso es lo que más me jode. No sé exactamente en qué me estoy convirtiendo, pero me siento justamente así: dura como una roca. Y no puedo evitarlo. Creo que aún no he superado toda la mierda del año pasado. O tal vez no he superado los altibajos (más “bajos” que “alti”) de los últimos dos años. No lo sé. Pero no me aclaro y puede que eso haga daño a alguna gente especialmente sensible. Lo siento, pero estoy acostumbrada a que la más sensible sea yo, así que encontrarme con personas que son más susceptibles que yo misma… me choca bastante. Es, cuanto menos, algo nuevo. No quiero ser de roca, no quiero convertirme en la mujer de piedra o en la chica del corazón de hielo. No quiero. Me apetece llorar, llorar a mares, encerrarme un poco en mí misma. Sentir… algo. Lo que sea. Algo como aquello que antes sentía con tanta facilidad (al menos aparentemente).

Creo que el problema es que mi mente ha dicho “Hasta aquí hemos llegado” y me ha pedido vacaciones para esa parte del cerebro que se encarga de los sentimientos o de las mariposas en el estómago. Recuerdo, sonriendo, cómo era aquello de estar sentada a la mesa y no poder comer de los nervios porque sabía que por la tarde iba a verle. Esa sonrisa de boba cuando me mandaba algún mensaje o cuando me hablaba por Tuenti. Esas noches interminables hablando por internet… Todas esas cosas me parecen ahora muy lejanas y creo que ya no quiero eso. No quiero lo mismo. Necesito algo más, pero no sé el qué. Me gusta tener el control, pero creo que quiero una persona que llegue y me quite el control de las manos, que me obligue a llorar, a sentir esas mariposas, a arriesgarme. Y, por muchos chicos que conozca y que me quieran, ninguno me llena en ese aspecto. Ninguno me da esas cosas. Aunque me quieran, cosa que me parece muy bien, no me hacen sentir “eso”. ¿Y qué quiero decir con “eso”? Es que no lo sé. No lo sé ni yo misma, ¿cómo voy a esperar que nadie lo sepa?

La cuestión es que esta noche me siento sola. Y tengo ganas de llorar, muchas ganas, aunque las lágrimas no quieran salir de mis ojos. Creo que necesito un cambio de aires. Daría lo que fuera por revivir septiembre en Jerez, también de exámenes pero con Monster de por medio, con compañeras que se queden estudiando conmigo por la noche y con esa cosa que no termino de encontrar aquí en Cádiz.
Últimamente, me siento muy perdida. ¿O tal vez sea que he perdido algo? La cuestión es que no sé por qué me miro al espejo y no me encuentro a mí misma. Creo que me estoy perdiendo de una manera incorregible. Y me da miedo. Es increíble el miedo tan enorme que me tengo a mí misma. A lo que pueda llegar a ser. Me estoy volviendo una persona demasiado fría, menos cariñosa, más… ¿fuerte? No sé si quiero ser fuerte. Sólo sé que me duele el corazón, que siento que las tiritas están desgastadas y ya no sujetan apenas los pedazos. Y, lo peor de todo: siento miedo cuando se venga abajo. Me da miedo ser consciente (demasiado consciente de todo) y caer de nuevo al abismo. Aunque haya gente que diga que me va a sujetar o que me va a salvar. Yo sé que cuando caiga, estaré sola de nuevo conmigo misma. Y espero ser capaz de salir. Porque cada día tengo más claro que de un momento a otro puedo hacer dos cosas: o mejorar (sí, más todavía) o caer en picado. Y espero que no sea lo segundo, pero tampoco deseo lo primero. ¿Veis? No sé lo que quiero.

Supongo que la cuestión es dejarse llevar, a ver qué pasa. Pero soy demasiado impaciente, autoexigente y organizada como para dejar algo al azar. Y puede que el haberme convertido en esa clase de persona sea lo que me está impidiendo vivir. 

sábado, 12 de enero de 2013

Princesas.

A veces creo que me voy a volver loca. No entiendo nada. Y con ese "nada" me refiero a la gente. Un día están bordes y otro día están besándote los pies. Un día te quieren con locura y al siguiente te guardan un rencor que creías que no podía existir. Un día te dan un beso y al siguiente te dan una bofetada. No comprendo por qué.

Aquí la primera cambiante soy yo. Es cierto que soy muy difícil de llevar en ese sentido. Pero en serio, ¿qué demonios está pasando aquí? No sé cómo ni en qué momento ha pasado pero, de repente, todo el mundo quiere estar conmigo. En ese momento tengo a dos chicos (como mínimo) locos por mí, diciéndome lo importante que soy en su vida y que no quieren pasar un día sin hablar conmigo aunque sea por WhatsApp. No es normal. Y ya no tengo claro si el problema son ellos o soy yo.

Después de todo lo vivido, después de todo lo pasado, después de tantas experiencias... no estoy segura de lo que quiero, de lo que busco. No sé qué quiero hacer con mi vida. No sé qué demonios espero en un chico. No sé nada. Me siento bastante perdida. Lo más extraño de todo esto es que se supone que debería estar en uno de los mejores momentos de mi vida. Tengo éxito en casi todo. No tengo de qué quejarme. Entonces, ¿por qué me siento tan rara? Me miro al espejo y no entiendo por qué todos me quieren. Y, lejos de ser algo que me guste, es más bien algo que me agobia... Y mucho.

Siempre he deseado ser la princesa del cuento. Esa chica sencilla, amable, hermosa, justa, inteligente y valiente que aparecía en cualquier historia que se precie. Quería correr aventuras, conocer gente nueva, reír hasta llorar, sentirme libre... Y ahora que lo tengo, que tengo todo eso, me siento vacía. ¿Acaso se me han acabado los sueños? No lo sé. No lo tengo claro. Y es que todo esto es nuevo para mí. Yo siempre fui la chica solitaria y rara. Aquella niña despistada, vaga e introvertida que no le caía bien a casi nadie y que apenas tenía amigos. Siempre fui el patito feo. Pero ahora... Ahora parece que soy el cisne. Y no soy capaz de decidir si me gusta o no. De hecho me da miedo. Me da tanto miedo que no quiero que me quieran. Y la explicación a esto es muy sencilla: las personas que dicen quererte son las que, cuando menos lo esperas, pueden hacerte daño. No quiero que me quieran. A menudo sueño que mucha gente que conozco se acerca a mí para abrazarme, mientras yo intento deshacerme de su abrazo gritando cosas como "Dejadme en paz" "Quiero estar sola" o "No os necesito". Y lo que más miedo me da es que tengo razón. Sólo quiero que me dejen sola. Me agobian. Me agobia eso de ser el centro de atención o de que de repente todos me quieran tanto. Antes no me querían tanto cuando yo verdaderamente los necesitaba. Y no sé si es porque guardo rencor o porque simplemente estoy loca, pero ahora no quiero que me quieran. No necesito que me quieran. Ahora soy fuerte, soy mayor y más sabia, he superado lo peor que he podido pasar en mi vida y no necesito nada de nadie (excepto mi familia y lo que necesito no me lo dan). Ahora soy independiente de ese cariño. ¿Será que me estoy volviendo de piedra? Me da miedo también pensar eso. No quiero volverme así. Y aún así, cuanto más sincera eres y más claras dejas las cosas, más insisten en quererte y protegerte. Es increíble. Y yo que creía que no le gustaba a nadie...

También conocí "príncipes" que me trataron como a una princesa. Todos aquellos chicos sólo me hicieron comprender que no quiero que me adulen, que me adoren ni que me cuiden como si fuera de cristal. No quiero que me protejan, no quiero excesos de cursilerías ni de cariño, no quiero que me hagan daño... ¿Qué carajo quiero? No lo sé ni yo. Creo que estoy esperando a que llegue alguien que no sea un príncipe, que me ponga las cosas difíciles, que no cumpla la mitad de mis excesivas expectativas y que de un giro a mi vida. Creo que necesito a alguien que me empuje a vivir, a disfrutar, a relajarme y a ser simplemente feliz. Alguien que me acompañe a correr aventuras, que no sea inseguro, que no necesite decirme que me quiere día tras día sino que me lo demuestre... ¿Pido demasiado? No quiero ser un rollo de una noche, no quiero tener una relación basada sólo en el sexo, no quiero que me tome por una chica fácil. Quiero algún chico que me respete, admire, cuide (pero sin sobreprotegerme), ame y apoye siempre. Necesito que sea sincero tanto en lo bueno como en lo malo. Que tenga una vida aparte de mí, que tenga sus propios planes de futuro, que tenga amigos y vida social más allá de mí...

Me cansé de los príncipes hace ya cerca de un año. Me cansé de que me vieran como la chica perfecta, como el amor de sus vidas, como el centro de sus universos. No quiero más príncipes. Sólo quiero un chico normal, que merezca la pena.

Espero y espero... Y mientras tanto, seguiré durmiendo sola en una inmensa cama de matrimonio en la que siempre dejo ese maldito hueco esperando que alguien lo llene de esperanzas, complicidad, caricias, amor, confianza y, especialmente, futuro.

Las chicas que dicen ser princesas no lo son. Puede que yo ahora sea infinitamente más princesa que cuando tenía 9 o 10 años. Pero me considero una princesa rebelde, que se niega a caer en la banalidad de la apariencia, que no distingue entre clases sociales y que, por encima de todo, lucha por ser algo que no es lo que se espera de ella. Yo lucho por mí, por mi felicidad, por ser quien quiero ser. Y eso es lo que me convierte, la mayor parte del tiempo, en una verdadera princesa.