martes, 13 de agosto de 2013

Crecer.

Se acabó. 

He terminado de digerir este año. Ya he asumido (por fin) que se ha acabado. A veces me dan miedo los cambios por el enorme trabajo que me supone asumirlos. Lo curioso es que los cambios siempre llegan cuando por fin te has acostumbrado a cómo estaban las cosas. Y claro, eso es duro.

Hace un mes y medio no paraba de pensar que no quería pensar. Deseaba sólo dejar la mente en blanco, ser de piedra, no sentir nada. No quería que el curso acabara. No quería dejar atrás Cádiz, ni a mis amigos, mi familia adoptiva. No quería avanzar. No quería ir más allá. Quería quedarme en aquella playa, siendo mecida por las olas bajo el incandescente Sol de Junio. Quería seguir en aquel salón, rodeada de mierda. Quería seguir en mi habitación, con mi cama de matrimonio. Quería seguir en mi maravillosa terraza del piso de alquiler, a la que me podía asomar cada mañana, cada tarde y cada noche, y ver el mar. Y lo más importante: olerlo. Oler el mar. Para mí, ese es el olor de la libertad. No quería irme, ni avanzar, ni crecer, ni asumir las implicaciones de finalizar mi etapa universitaria...

Pero la vida, al fin y al cabo, no es lo que queremos, deseamos o esperamos. Ni tan siquiera es aquello por lo que luchamos. La vida tiene su propio plan. Y yo, cuando volví a casa, debía parar. Parar para respirar y asumir que se acabó. Que todo lo que había pasado no volvería a pasar. Que lo único que quedaría de aquello serían algunas personas y montones de recuerdos que arrancarían miles de sonrisas y alguna que otra lágrima. Debía superarlo y me daba tantísimo miedo que me cerré en banda durante las dos primeras semanas del verano en casa. No paraba de hacer cosas para ayudar a mi madre o mi abuela, no paraba de ordenar ropa, deshacer maletas, salir por ahí, hacer proyectos de cara al largo tiempo que me espera estando en mi pueblo.

Para ser sincera, tenía tal aceleración, estaba tan sumamente sobrepasada por las circunstancias, que no podía parar. No es que no quisiera. Es que no tenía elección: no podía parar. Y esperaba una caída a la realidad bastante más dramática y dura. Con muchas más lágrimas y riesgo incluso de hundirme. Pero no fue así. Lloré encogida en mi cama. Asentí en silencio ante la implacable realidad: habían sido hasta ahora los 5 mejores y peores años de mi vida, ahora parecían como un sueño y yo tenía que volver a empezar desde cero. Ya he dicho que llevo mal lo de los cambios. Este, en particular, me acojonaba hasta bloquearme. Y allí, echada en mi cama, a oscuras, fui llorando y soltando esa aceleración, esa sobredosis de emociones que me azotaba el alma desde hacía unos meses.

Si me preguntaran por los dos años de mayor locura de mi vida, tendría muy clara la respuesta: el primero y el último de la carrera. Aunque existen diferencias notables entre ambos. El primero fue caótico. Fue un remolino de nuevas experiencias, de nuevas personas y de sentimientos. El último, en cambio, ha sido un perfecto orden: momentos de estudio, momentos de fiesta, momentos con los amigos, momentos con la familia... Equilibrio. Eso que yo no encontraba desde hacia bastante tiempo.

Y a esto me refería cuando hablaba de los cambios: justo ahora que había encontrado el equilibrio perfecto, la independencia y la felicidad... ZAS! Vuelta a un pueblo de 7000 u 8000 habitantes para trabajar en algo que implica tener conocimientos de los que, sinceramente, carezco. Y vuelta a vivir con mi familia: mi madre (a menudo sobrepasada por las circunstancias y la actitud del resto de la familia), mi padre (con una depresión que se niega a reconocer), mi hermana mediana (inestable hasta decir basta), mi hermana pequeña (que empieza a seguir los pasos de la mediana) y mi abuela (una mujer de 80 años totalmente superada por las circunstancias y harta de vivir entre faltas de respeto y carencias importantes de amor, muy perdida). La verdad es que, después de vivir con dos compañeras independientes las unas de las otras, cada una con sus horarios, sus comidas, sus costumbres, sus amigos y sus cosas; volver a vivir en casa, con mi familia, con 10 ojos vigilando permanentemente si estoy haciendo lo que tengo que hacer, con los horarios establecidos y obligatorios, con esa obligación no escrita de ayudar en casa... Es duro. Y es difícil de aceptar. Es como si te encerraran en una jaula después de 5 años volando. ¿Todo esto para qué? Es una oportunidad de trabajo y no debo dejarla escapar. Soy consciente de eso. Pero insisto: ¿para qué? Esto no es lo que yo quiero. Esto no es lo que deseo para mí. No quiero quedarme aquí. No quiero trabajar en esto. No me hace feliz ni lo hará. Y eso es algo que tengo muy claro. Sin embargo, seguir dependiendo económicamente de mis padres no es la ilusión de mi vida. Y, aunque sea sólo por eso, voy a trabajar en esto que ha aparecido de la nada.



La verdad es que ya no deseo volver a Cádiz. No quiero. Lo pasado, pasado está y de nada sirve tratar de revivirlo. El tiempo pasa, pasamos de una fase a otra, nos guste o no. A todos nos gustaría quedarnos estancados en una etapa de nuestra vida y ser felices en ella para siempre. Pero eso no es realista. Y por eso ya no quiero ni volver a Cádiz ni tratar de volver a sentir lo que he sentido o hacer las locuras que he hecho.




Hoy, estoy triste porque tengo muchísimo miedo. Estoy siendo emprendedora en tiempos de crisis y en un trabajo que no me apasiona lo suficiente como para no tener miedo o darlo todo para sacarlo adelante. Me resulta triste no poder hacer nunca lo que quiero. Parece que la vida mueve sus propias fichas y juega conmigo mientras se ríe de mis lágrimas. Estoy triste porque empiezo a asumir que no tengo el control ni siquiera de mi propia vida. Estoy triste porque siento que ya no soy joven, sino adulta. Con responsabilidades, con deberes, con personas que necesitan que trabaje, con obligaciones que siento que me vienen bastante grandes... Y aún así, también me siento orgullosa de tener los cojones de dar la cara, pisar con seguridad el suelo y decir "Yo puedo con esto". Y lo hago. Y creo que todo esto que estoy haciendo, aunque me haga sentir tan sumamente fuera de control, es al fin y al cabo, CRECER