domingo, 2 de junio de 2013

Vivir no es tan fácil.

La vida nos la pintan mucho más fácil de lo que acaba siendo en realidad.

Nacerás, serás un niño/a, irás al colegio, después al instituto, si estudias irás a la Universidad, después buscarás trabajo, buscarás pareja, comprarás una casa para construir una nueva familia, crearás tu propia familia, seguirás trabajando hasta tu jubilación, mientras te esfuerzas por criar a tus hijos, que también nacerán, irán al cole, irán al instituto y puede que a la universidad también. Y así hasta que mueras, probablemente solo/a, o probablemente rodeado/a de hijos/as y/o nietos/as.

Si la vida fuera eso, sería relativamente mucho más fácil de lo que verdaderamente es. Porque todo el mundo tiende a hablarnos de lo que vamos a hacer en términos generales. Nuestros padres ya tienen un plan hecho para nosotros, hasta el punto de empezar a ahorrar desde muy jóvenes para pagar nuestros estudios 20 años después. Todos saben prácticamente desde el principio el camino que tomaremos. Y nos guían por él. Y nos lo van descifrando, cual visionarios. Pero ¿quién nos habla de lo demás? Es decir, ¿quién nos habla de lo que sentiremos o de las personas que conoceremos por el camino de nuestra vida? ¿Quién nos habla de cómo afrontar los cambios, las despedidas o las emociones que nos sorprenderán a lo largo de ese camino? Nadie lo hace. Nadie te prepara emocionalmente para lo que se te viene encima desde que empiezas a tener uso de razón. Nadie te cuenta que puede que tengas que despedirte algún día de algunas de las personas que más quieres o que son más especiales para ti. Nadie te prepara para las decepciones ni te cuenta lo duro que es salir de la Universidad y no tener trabajo. Nadie te dice que algún día puede que tengas que dejar de seguir a tu corazón y debas guiarte por la razón aunque de miedo y duela. Nadie.

Creo que, en cierto modo, es bueno porque así vivimos a tope el momento sin pensar en que en algún momento se acabará. Nos encargamos de disfrutar, de hacer locuras, de equivocarnos, de atarnos irremediablemente a ciertas personas que nos marcan para siempre, de establecer vínculos con lugares especiales en nuestras vidas, de tener sueños que no sabemos si llegaremos a realizar algún día. Y no tenemos en cuenta el tiempo realmente hasta que somos conscientes de que se acaba una nueva etapa o de que se acerca una nueva despedida. Vivimos realmente cada día como si fuera el último. No en el sentido de que hagamos locuras cada día, sino que vivimos ciegos, sin querer aceptar el carácter efímero que tiene todo en esta vida. Nos cuesta horrores asumir que no somos inmortales, que no tenemos verdaderamente poder sobre muchas de las cosas que pasan a nuestro alrededor y que no está en nuestras manos realizar nuestros sueños. Pero llegan momentos en los que la propia vida nos obliga a aceptar esos hechos. Y claro, acostumbrados a vivir ciegos y en nuestra propia fantasía, nos duele mucho que la vida nos recuerde que nada es para siempre, aunque lo parezca. Nada.

Por eso estoy en un momento extraño, de transición y de excesivo autoengaño. Me he propuesto no volver a pensar más en despedidas, trabajo, másters, compañeros, amigos, etapas y demás hasta que llegue el momento. Juro que llevo intentándolo semanas, pero mi subconsciente es un hijo de puta. Y se entretiene en hacerme soñar con todas esas cosas. Juega a controlarlo todo, a romper las reglas, a desafiar el destino y tomar las riendas de mi vida. Y me hace sentir que puedo. Y luego, cuando descubro que no, el golpe es más duro. Pero claro, mi subconsciente pasa de los efectos que tienen sus jueguecitos en mí. Y sigue mostrándome mientras sueño, imágenes de lo que podría ser y yo sé que jamás será. Y así con todo.

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