lunes, 10 de diciembre de 2012

Volar alto. Muy alto.

Las imágenes se sucedían tan rápidamente que no le daba tiempo a asimilar una cuando otra se abría paso a través de su mente.

La primera era una mañana nubosa y fría en la que una fina cortina de lluvia empapaba el asfalto de una interminable carretera solitaria. Después aparecía un edificio borroso que parecía abandonado. Ella intentaba acercarse dubitativa, pero antes de que pudiera alcanzar la oxidada verja de hierro, otra imagen aparecía nítidamente en su mente. El suelo esta vez estaba cubierto de césped y centelleaba bajo el Sol radiante de una mañana de primavera. Y ella estaba sentada sobre él, dejando que la luz del Sol la envolviera en su abrazo. Después sintió como si estuviese volando a mucha velocidad, ascendiendo, y su corazón latía desbocada y descontroladamente. La siguiente imagen que pudo ver fue la de las baldosas de un suelo de mármol, tan lisas, tan brillantes, tan monótonas. Se sintió muy aburrida y decepcionada porque hubiera pasado aquel momento de gloria en que se elevaba hacia ninguna parte, aunque su corazón aún palpitaba al recordar aquel repentino vuelo. Transcurrido un tiempo indefinido, las baldosas dejaron paso a una sala blanca y vacía. Allí sólo había una silla, como las que suele haber en en instituto, en la que ella estaba sentada. Miraba hacia todas partes pero sólo veía... nada. Y nuevamente aquel vuelco en el estómago al recordar el acelerado ascenso que había experimentado anteriormente. De lejos llegaba el sonido de una música relajante, pausada, limpia y casi frágil, que trataba de calmar su ánimo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba muy nerviosa, muy acelerada y respiraba entrecortadamente. La siguiente imagen que se descubrió ante ella era la de una nueva carretera rodeada de desierto a través de la cual ella estaba caminando. Tenía la sensación de que era como una cinta deslizante, como las de los gimnasios. A lo lejos veía una gasolinera, pero cuanto más avanzaba y se esforzaba por acelerar, más se alejaba la gasolinera. Comprendió que a eso se debía la sensación de nerviosismo, de ansiedad y de agobio. Siguió caminando mucho tiempo, tal vez horas, pero no llegó a su destino. Agotada se vio a sí misma desplomarse en el suelo, encogerse y sollozar agotada...

Y allí se detuvo todo. De repente, abrió los ojos y se vio guardando cajas en un diminuto armario trastero, rodeada de gente que no veía. No podía dejar de sentir un pellizco en el estómago al sentir como se había visto a sí misma elevándose a toda velocidad en un remolino de sentimientos como ilusión, esperanza, alegría o cariño. Quería sentir de nuevo aquella sensación. Era como una droga. Una droga que moría por volver a probar. Pero no sabía cuándo sería la siguiente ocasión, así que se limitó a aislarse en sí misma, respirar hondo y rememorar aquel instante de euforia y de plenitud.

Por algún motivo no dejaba de asociar aquella sensación a una sonrisa... A la sonrisa de él. Sólo su sonrisa. Y su mirada. Y su voz. Y su aura, deslumbrante como la luz de mil soles.

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