martes, 15 de junio de 2010

Eso era amor.

Le comenté:
-Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
-¿Te gustan solos o con rimel?
-Grandes,
respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.

Ángel González. Eso era amor.



Se sentó en la cama, con las piernas entre cruzadas. Cogió la guitarra y acarició lentamente las cuerdas. Estaba ensimismado pensando sobre qué era el amor.

Y, ¿qué era el amor? Era algo tan indefinible, tan necesario, tan inevitable, tan loco, tan irresponsable, tan impredecible, tan difícil, tan hermoso, tan doloroso, tan mágico. Era lo más increíble que existía en el mundo. Y, sin embargo, él lo había dejado escapar.

Soltó la guitarra delicadamente a un lado de la cama y se echó sobre las suaves mantas.

¿Por qué tenía tanto miedo a aquello llamado amor? ¿Por qué había sido tan fácil dejarlo escapar y ahora echarlo tanto de menos? Echaba de menos su sonrisa, sus lágrimas de cristal, su fragilidad, su tacto, su olor, su ambiente, su aura, su amanecer... y lo había dejado escapar. Siempre podía volver a intentarlo, pero, probablemente, ella ya no estuviera ahí esperándole. Nada quedaba más que asumirlo. Era su cumpleaños. El año anterior había sido muy distinto. Ella estaba allí, muy cerca y a la vez muy lejos, pero estaba allí. Este año sólo quería que volviese a estar, aunque fuera lejos. Sólo deseaba, ansiaba verla. Aunque fuese a distancia. Se había asomado a la ventana a primera hora de la mañana, con la esperanza de verla caminando por la orilla, pensativa. Preciosa a su manera. Mística. Tan especial como siempre. Era como si estuviera siempre perdida, como si este mundo no fuese para ella y por eso creaba el suyo propio. Y era tan hermoso contemplarla cuando se metía en él... Había un aura especial que la rodeaba en aquellos momentos. Parecía un ángel. Un ángel.

Y ahora se había ido. Estaba ya con alguien que le aportaba todas esas cosas que él mismo no podía darle. En realidad se alegraba por ella, porque fuera feliz. Pero estaba muy celoso. ¿Realmente la amaba? ¿O era sólo un capricho más? No, no podía ser un capricho más, porque los caprichos se olvidan con el tiempo. Y él tenía muy presente cada momento vivido a su lado. Cada sonrisa suya y cada lágrima. Cada beso. Cada suspiro. Cada vez que se había abrazado a él como un naúfrago a su tabla.

Aunque tuviera a mil amigos rodeándole, la buscaba incesantemente con la mirada. La añoraba demasiado. Y quizás no lo merecía. Ella ya había encontrado un sustituto en su corazón. Ya no había nada que hacer.

Llamaban a la puerta. Sería algún colega de su compañero de piso, así que ¿para qué levantarse siquiera? Cuál fue su sorpresa cuando escuchó su nombre. Se incorporó bruscamente y se mareó. Tras recuperarse un poco, salió de su habitación y se encontró ante... Ante ella.

- Hola -dijo ella de manera tímida, agachando un poco la cabeza.

Estaba preciosa, increíble. Desde la puerta de su habitación podía oler su perfume. Estaba casi hipnotizado por sus pequeños ojos avellana, por sus labios sonrosados. Era ella. Simplemente.

- Hola, ¿qué tal?

¡Qué pregunta más estúpida! Estaban a punto de empezar los exámenes, ¿cómo iba a estar? Pues agobiada, obviamente. Pero entonces, ¿qué hacía allí? Cierto, habían quedado en verse. Después de tanto tiempo.

Su compañero de piso se retiró a su propia habitación, despidiéndose antes de ella.

- Bien, muy bien. Un poco agobiada y eso por los exámenes. Pero en general bien. Por cierto, felicidades.

Sonrió nerviosamente. Era difícil.

- Gracias -contestó él sonriendo despreocupadamente-. Pensaba que no te habías acordado.

- ¡Qué tonto! ¿Cómo lo iba a olvidar? -replicó ella riendo.

Él la invitó a entrar y cerró la puerta. Le ofreció algo de beber, pero ella no deseaba nada. Así que se encerraron en su cuarto.

El silencio era tenso. Ella no lo miraba a los ojos. Y él, que tanto había ansiado aquel momento, de repente no sabía qué hacer. Estaba muy nervioso, pero debía disimularlo.

Por su parte ella estaba aún más confusa. No sabía exactamente qué había ido a buscar allí. Llevaban siete meses sin estar juntos, a solas. Y ahora ella ya había rehecho su vida. Estaba feliz. Pero aquel día necesitaba estar con él. Era el mejor regalo que podía hacerle y, de alguna manera se sentía casi obligada a hacerlo. Le alarmó el hecho de sentir removerse muchas cosas en su interior, al ser consciente de cómo se le estaba acelerando el corazón. Decidió ignorarlo, pero le temblaban las manos. Mal, muy mal. No debía estar pasando aquello. No podía mirarlo a los ojos para que no se diera cuenta de el cúmulo de sentimientos que cruzaban por su mente... y por su corazón.

Por fin comenzaron a hablar de conocidos comunes, de clases, de experiencias vividas en el tiempo separados, de proyectos. Pero estos temas no iban a durar para siempre, así que llegó el crítico momento en el que se volvió a hacer el silencio.

Él decidió acercarse. Necesitaba sentirla muy cerca para comprobar que aquello era real.

Ella se asustó al comprobar que su corazón latía tan fuerte que se le iba a salir del pecho.

Cruzaron una mirada.

Él se estaba acercando cada vez más a ella, que estaba paralizada por su gran confusión (amor, odio, amor, odio, amor, amor, amor, odio, amor). La iba a besar, ella lo sabía. Pero había esperado tantas noches aquel momento que su corazón se reveló ante la idea de dejarlo escapar. Sintió la mano de él acariciando su cara y, cerrando los ojos, se dejó llevar por aquella caricia. Sintió el aliento de él, suave, sobre sus labios. Ella temblaba. Y llegó el momento. La besó. Ella sintió como si una descarga eléctrica recorriera todo su cuerpo. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas cuando, sin poder evitarlo, se aferró a él y le correspondió el beso. La mano de él acariciaba dulcemente su cuello, igual que aquellos labios se deslizaban entre los suyos. Era como rozar el cielo, como comprender de repente por qué estaba allí.

Aquello que estaba pasando era algo que estaba prohibido, pensó él. Pero, ¿acaso hay algo más tentador que aquello que alguien o nosotros mismos nos prohibimos? No. No lo hay. Sentía la necesidad de besarla eternamente, de abrazarla fuerte y no dejarla escapar nunca más. Nunca más. Y ella, sorprendentemente, le estaba respondiendo en sólo un gesto: un beso. Eso demostraba más de lo que podían decir las palabras. Mucho más. Era suficiente. No sólo él la echaba de menos. El sentimiento era mutuo.

En aquel momento mágico, sus mundos se sumieron en uno sólo. Un sólo mundo en el que ambos se amaban por encima de todo y los recuerdos de tiempos mejores que habían pasado juntos los envolvían por completo. Era como un sueño...

... un sueño que ella interrumpió bruscamente.

- Esto no puede ser. Lo siento.

Él, estupefacto no se limitó a creerla e intentó besarla de nuevo. Sin embargo, ella se apartó.

- Sueña conmigo -dijo, tomándole suavemente la mano.

Ella no se apartó.

- No puedo.

- Sí puedes... y además quieres. ¿Qué hay de malo?

- Yo ya estoy con alguien. Y soy feliz. No quiero arriesgarlo todo por tropezar otra vez con la misma piedra. No quiero dejarlo todo por algo que no va a salir bien. Por algo que tú sabes que no me puedes dar.

Él no dijo nada, asumiendo estas palabras y comprendiendo muchas cosas de repente.

- Lo siento -murmuró ella sacudiendo la cabeza.

- ¿Qué sientes?

- Siento que esto ya debería estar superado. Siento que el corazón me va a estallar. Siento dolor, alegría, ansiedad, odio... Pero por encima de todo eso siento amor, más amor que nunca. Un amor terrible que me aprieta el corazón, que me asfixia dentro de mí misma. Pero es un amor inútil.

- ¿Odio? -preguntó él, estupefacto, haciendo caso omiso de las últimas palabras de ella.

- Sí. Me odio a mí misma por desear besarte, por no querer salir nunca del sueño que estábamos viviendo hace apenas unos segundos, por ansiar volver atrás y así corregir los errores que cometí y poder ser feliz a tu lado para siempre. Me odio a mí misma por sentir que te amo con todo mi ser, por decidir que me da igual todo lo que no seamos tú y yo.

Él, conmovido por las lágrimas que luchaban por salir de aquellos preciosos ojos, la abrazó. Ella no respondió al abrazo, pero la entendía. Debía sentirse dividida. Pero aún así no quería que el momento acabase, que la magia se rompiese, que todo quedase en sólo un beso, en sólo unos segundos. Le tomó la barbilla con una de sus manos y la volvió a besar, esta vez más apasionadamente, casi con ansia.

Ella sentía que se derretía y, a la vez, que iba a morirse allí mismo por ser tan miserable. Intentó luchar contra su corazón desenfrenado, contra su mente en blanco, contra sus brazos que abrazaban firmemente a aquel chico idiota que tanto daño le había hecho. No podía. Pero, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, lo consiguió, se apartó, se levantó.

Él la miró sorprendido. Así que la había perdido. Definitivamente. Para siempre. Respiró hondo. De acuerdo. Dolía. Era como un jarro de agua congelada que se derramaba sobre el mismísimo corazón. ¿Era aquello amor? No lo sabía, pero nunca había sentido nada igual por nadie. Y lo había perdido voluntariamente. Se le había escapado entre los dedos. No había sabido valorar lo que tenía hasta que lo hubo perdido. Era un auténtico cafre. Pero, ante todo, la quería y no deseaba hacerle más daño. Así que se levantó también, la miró fijamente y fue capaz de decir.

- Lo siento. Te entiendo. Perdóname, por favor.

Ella no sabía que contestar. Una voz en su interior gritaba desesperadamente "¡No! No dejes que esto acabe así".

- Tengo que irme -dijo ella, ante lo que la voz interior le gritó estridentemente "¡¡Estúpida!! ¿Sabes lo que estás haciéndote?". Maldita voz traicionera.

- Yo también -contestó él, con naturalidad-. Así que te acompaño hasta abajo.

- Vale.

Ambos salieron de la habitación y de la casa. El silencio era tenso. Dentro del ascensor, cruzaron una mirada y de repente volvieron a aquel beso. Rápidamente, ambos desviaron la mirada. Para los dos era como sentir un puñal clavándose en el pecho sin piedad, desgarrándoles el corazón de una manera irreparable.

Llegaron al portal y, al salir a la calle, se volvieron a mirar.

- Supongo que ya no tengo ninguna oportunidad -comentó él.

Ella dudó sólo un segundo. La maldita voz de su cabeza (¿o era de su corazón?) no dejaba de decir estupideces como "Sabes perfectamente que las tiene todas consigo, ¿para qué vas a negar algo que es tan evidente en tus ojos?" ó "Dile la verdad, dile que sí la tiene". Pero una vez más, sacudió la cabeza y, dijo con seguridad y una sonrisa forzada:

- No. Lo siento, pero ya perdiste muchas.

Él agachó la cabeza para que ella no viera la decepción en sus ojos. Pero, tras asimilar aquellas dolorosas palabras, la levantó de nuevo y, sonriendo contestó:

- Que seas feliz. Te lo mereces. Eres una gran tía, de verdad.

- Gracias -contestó ella un poco confundida-. También te deseo lo mejor. Me has dado mucho y me has hecho muy feliz, por eso creo que te lo mereces. A pesar de todas las veces que me has destrozado el corazón -añadió cruelmente para sentirse mejor y recordarse a sí misma por qué aquello no había funcionado.

Después de aquel momento tan falso y lleno de mentiras, se dieron dos besos. El segundo estuvo a punto de no ser en la mejilla, creando una situación nuevamente difícil, pero superaron ese tramo. Luego se separaron. Cada uno tomó un camino en una dirección distinta.

Él se sentía abatido. Un poco perdido. Pero sonrió y pensó que aún quedaba mucha vida por delante y tenía que disfrutar. Llamó a sus amigos y decidió despejarse con ellos un rato, para no pensar.

Ella se alejó lentamente, con pies de plomo, tratando de averiguar por qué le dolía tanto el pecho. No podía dejar de llorar ni pudo evitar mirar atrás, observar entre lágrimas cómo él se alejaba, difuminándose entre las luces de las farolas, con total normalidad. Sonrió. Echaba de menos cada momento a su lado. Todo. Entonces, se dio cuenta de que, sin él, daba igual que rehaciera su vida, siempre le faltaría algo. Algo muy importante, algo único, algo que acababa de dejar escapar como si de algo insignificante se tratase. Le faltaría el amor. Pero ¿aquello era amor? No podía ser. Era demasiado doloroso, demasiado trágico. El amor debía ser algo más. Algo más bonito, feliz. Y entonces comprendió que lo había sido días atrás. Muchos días atrás. Días, tardes, noches, horas, instantes que no se repetirían jamás.

Se dio la vuelta para seguir su camino. Suspirando, se secó las lágrimas con el puño del jersey y, sonriendo, se dijo a sí misma que todo iba a ir bien.

¡Qué gran mentira! A día de hoy, esa chica aún siente ese gran vacío en su alma, esa sensación de haber perdido algo muy importante.

¿Qué sentirá él?

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