viernes, 9 de diciembre de 2011

La abuela.

Justamente a media noche, miro a mi abuela, que se ha quedado dormida en su mecedora.

Sin la dentadura postiza, con su bata azul, con sus mangas arremangadas, sus pies en alto... Parece en paz, tranquila, sosegada... Su respiración es regular, creo que está soñando. Me pregunto con qué soñará mi abuela. Si soñará cosas bonitas, con su juventud, con su hijo, con su nieto, con mis hermanas o conmigo... Me pregunto si tendrá pesadillas, igual que yo... Parece ahora mismo tan felizmente tranquila que lo dudo.

No puedo evitar sonreír cuando, en pleno sueño, levanta una ceja.

Me entristece enormemente esta imagen. Me causa un vacío indescriptible en el alma el verla dormir tan profundamente, a pesar del alto volumen de la tele, a pesar de que escucha el "taca-taca" de mis dedos deslizándose sobre las teclas. Respira tan lentamente que en más de una ocasión me he tenido que asegurar de que lo hacía. Sólo entonces, he suspirado aliviada.

Al mirarla ahí, echada plácidamente en su mecedora, abrigada por el brasero, me doy cuenta de que, con este aspecto, parece que en lugar de 78 años, tiene más de 100. El peso de las penas, de las lágrimas, de las heridas, del dolor... de los años en definitiva, cae sobre ella inexorablemente y sin piedad alguna. Y me da pena. Soy consciente de que, en lugar de regalarle una merecidísima vejez lejos de sofocones o de malos ratos, entre todos, la hemos hecho envejecer más de la cuenta en un tiempo limitado. Me da pena, pero me siento tan feliz de estar con ella aquí y ahora, que la pena se me escapa entre los dedos y se transforma en ganas. En ganas de hacer que esté orgullosa de mí, en ganas de hacer que sea feliz, en ganas de regalarle el máximo posible de mi tiempo.

Al mirarla me siento capaz de todo, me siento fuerte y capaz de conseguir mis metas.

Da igual que duerma o esté despierta, siempre me da fuerzas.

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