viernes, 17 de septiembre de 2010

Noche de lluvia y tormenta.


Me siento cómodamente en mi enorme (y vacía) cama de matrimonio. Hay velas encendidas a mi alrededor. El incienso empieza a llenar la habitación con su esencia, haciendo del momento algo especial. Apago la luz y miro a través del cristal cómo caen las gotas sobre el cristal. Sonrío. La lluvia me hace extrañamente feliz, pues anuncia la llegada del otoño y el invierno y, con ello, un nuevo comienzo. Cierro los ojos y comienzo a recordar todo mi año. Hago un balance entre los momentos felices y los momentos tristes. Decido guardar los felices y desecho todos los momentos tristes.

Abro de nuevo los ojos y contemplo ensimismada cómo los rayos atraviesan el cielo sin piedad, desgarrándolo. Es una sensación sobrecogedora y de repente me siento muy pequeña en un universo demasiado grande.

Me encojo sobre mí misma y pienso en mí. Sólo en mí. Hago un nuevo balance, esta vez sobre mis cambios. Me analizo a mí misma, sorprendiéndome ante mi evolución. Sonrío. Quizás esté más sola que nunca, pero estoy con las personas que quiero estar. Y con eso basta. Siento que he encontrado mi lugar, mi sitio. Aún está por amueblar con más cosas y personas y sentimientos, pero, por ahora, es habitable. Y me gusta.

Miro a mi alrededor. Una casa nueva, un curso nuevo a punto de comenzar, amigos nuevos, experiencias nuevas. Todo es nuevo. Siento el nuevo giro que está dando mi vida. Sé que ese giro aún no ha terminado. Esperaré pacientemente a que lo haga. No tengo prisa por vivir. Sí, la vida es corta, pero he decidido tomarme las cosas con mucha más calma. Me he dado cuenta de que no quiero correr, sino que prefiero esperar. Esperar a que pase todo lo que tenga que pasar. Aprender a adaptarme a los cambios a mi alrededor.

En realidad estoy un poco perdida, pero miro de nuevo en torno a mí y me veo en esta habitación, rodeada de mis velas, con mi música, con mis pensamientos, con mi mundo. Veo los libros amontonados sobre mi mesilla de noche (¡Maldición! Ya son cuatro los que esperan a terminar de ser leídos) y de repente me doy cuenta de que me apetece leer y disfrutar de esta libertad que me inunda por dentro.

Necesito amor, y lo sé. Pero también he decidido que no tengo prisa en encontrarlo. Además, aún sigo pensando en Sergio muy a menudo. Cuando decía que lo quería, lo decía totalmente en serio. Pero sí, necesito cariño, amor. Por eso necesito también irme a casa. Necesito a mi madre. Que sí, que tengo veinte años casi, pero es que ella lo es todo. Y me necesita. Y la necesito. Porque la echo mucho de menos. ¡Y pensar que sólo llevamos un mes sin vernos! Pero es que es lo mejor que me ha pasado nunca: ser su hija. Preciso continuamente de sus consejos, de sus broncas, de su voz y, ahora más que nunca, de sus abrazos y sus besos. Mamá, sí, te quiero con locura. Cuento las horas que me quedan para verte.

En fin, un día más, la crisis de los veinte me agobia. Y eso que aún no he decidido qué voy a hacer para celebrarlo. ¿Salir de fiesta? ¿O quedarme tranquilamente en casa o en una bolera con mis mejores amigos? Es una difícil elección. Pero ya veré qué hago.


Como no tengo sueño y no sé qué hacer, me pongo a ver la película de “El Jorobado de Notre Dame”. ¡Qué recuerdos! Me parece una película super tierna y en su momento me enseñó muchísimas cosas. ¡A disfrutar se ha dicho!

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