jueves, 2 de septiembre de 2010

Metamorfosis.

Caminaba sola por la arena, sintiendo cómo la arena acariciaba dulcemente sus pies desnudos. Miró al mar, al infinito mar, y descubrió en él una oscuridad tan penetrante, tan asfixiante, que no pudo evitar observarlo con pena. Tan enorme, tan inabarcable, tan incomprensible para un ser humano.

A pesar de que la Luna bañaba toda la playa y la acompañaba como fiel amiga y compañera, se sintió de repente muy sola y muy pequeña.

Se sentó sobre la arena, cerró los ojos e inspiró la suave brisa marina que azotaba sus largos cabellos al viento. Era como respirar paz. Allí, sola, se sentía a salvo, completamente a salvo de todo.

Allá a lo lejos se veía a una pareja caminando por la orilla, reglándose mutuos gestos de cariño, disfrutando. Y ella no pudo evitar sentirse aún más sola, y también desdichada. Envidiaba a aquella gente que era capaz de compartir, de dar sin esperar recibir. Aquellas personas que con una simple mirada se lo decían todo, sin necesidad de palabras que enturbiaran aquellos mágicos momentos.

¡Loca juventud! ¡Sinfín de posibilidades! ¡Dulces besos robados! ¡Cálidos suspiros tras hacer el amor!

La mujer cerró los ojos, sonriendo, y sacudió la cabeza, notando sus cabellos plateados ondeando sobre su cara.

Nadie merecía envejecer tan rápido, sin haber encontrado a aquella persona que la compenetrase de esa manera.

Los envidiaba, sí, pues no sabían lo que tenían. Quizás algún día lo perdieran y entonces, sólo entonces, lograrían valorarlo.

Se levantó lentamente, echó un último vistazo al inmenso mar y, sin más, se alejó de la orilla, caminando despacio, dejando que la brisa acariciase aquella triste, vieja y gris melena.

Para ella, nada volvería a ser como antes. Y no sabía si eso era algo bueno o malo.

Simplemente, su rumbo había cambiado y ahora debería volver a encontrar el camino.

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