jueves, 27 de enero de 2011

Encuentro.

- Un beso es sólo un beso, ¿entiendes?
Sólo tiene la importancia que tú quieras darle.
Puede no significar nada o puede cambiarlo todo.
(Kirtash, Memorias de Idhún: La Resistencia)

Llegó tarde, como siempre, con el pelo despeinado. Caminaba de manera despreocupada, como si su mayor meta fuera vivir cada milésima de segundo que estaba transcurriendo mientras se aproximaba a mí. Me miró con sus almendrados ojos llenos de ternura. Sonrió de aquella manera tan única y perfecta de la que sólo él era capaz.
Se acercó hasta mí y, sin más, tomó mi mano derecha entre las suyas y la besó con delicadeza. Me reí brevemente ante aquel detalle de caballerosidad y le di un beso en la mejilla. No hablamos. No hacía falta. Me tomó de la mano y me llevó a caminar por el parque hasta llegar a las ruinas del antiguo castillo. Me encanta ese lugar. Es como si mil historias distintas confluyeran en él, como si las viejas y destrozadas piedras que conformaron un día sus murallas hablaran por sí mismas, narrando los hechos que acontecieron allí en tiempos ahora muy lejanos. Es un lugar mágico.

Él me saca a bailar una danza antigua que tararea graqiosamente al son de nuestros pasos. Me toma entre sus brazos y comienza a tararear (casi susurrar) otra nueva melodía, más lenta, más tierna, más… Inevitablemente, me dejo llevar por el arrullo de su voz tan cerca de mi oído, y cuando quiero darme cuenta, estoy cara a cara con él.

- Te echaba de menos –dice muy bajito con su voz profunda, atravesándome la mirada con sus propios ojos -. Necesitaba soñar. Recordarte. Sentirte… Necesitaba volver a sonreír y a… vivir.


No puedo contener más mis emociones, pero no encuentro palabras que sean las adecuadas en ese momento o que expresen lo que deseo y ansío decir. No puedo hablar. Tengo que actuar, pero no sé cuál será su reacción. Y ni siquiera sé cuál será la mía si me dejo llevar por los alocados latidos de mi corazón en esos instantes. Su cara se aproxima lentamente a la mía, congelada del frío invernal que nos azota sin piedad. Está muy cerca. Puedo sentir su aliento sobre mis sonrosados labios. Cierro los ojos. Siento como si me estuviera elevando hacia el cielo. El mundo da vueltas muy deprisa… Y en un impulso común a ambos, nuestros labios se encuentran. Dulces, ansiosos, sedientos. Tengo la enorme sensación de que me estoy derritiendo con cada movimiento y roce de sus labios sobre los míos. Es algo magnético, electrizante, y a la vez tan dulce, tan verdadero, que estremece el corazón sólo recordarlo.

Siento cómo se separa un poco de mí, interrumpiendo el beso. Me mira a los ojos y le devuelvo la mirada, transparente como el cristal. Pero sus ojos no denotan los mismos sentimientos que los míos. Descubro tristeza. Una repentina e infinita tristeza. Toma de nuevo mi mano derecha y, cuando la besa, siento una lágrima suya discurrir entre mis dedos. Se me encoge el corazón y le miro interrogante, pero él sólo pide una silenciosa disculpa desde su desolada mirada y se desvanece lentamente, ante mis ojos, como la niebla de una mañana de invierno.

Destrozada, me alejo del lugar de nuestro encuentro. Camino sin rumbo entre las calles más antiguas de la ciudad. Me pierdo entre recuerdos de ese extraño, efímero e irrepetible beso. Entre el ir y venir de sensaciones que me provocan dichos pensamientos, la parte razonable de mi ser, empieza a asumir que ha sido sólo un sueño y que nada tan precioso y único puede ser para siempre. Sin embargo, la otra parte, la más romántica y soñadora, se empeña en depositar en un rincón de mi alma la esperanza de que pueda repetirse, de que pueda ser real, incluso de que vuelva a ocurrir, aunque sea sólo en un sueño.

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